Escribir es
súper fácil, solo hay que poner un montón de palabras juntas y darles un poco
de coherencia pero, más allá de eso ¿de qué sirve escribir una historia si no
hay algo importante que contar? Escuché una vez en una película que se llama
“500 días con Summer” que la mejor forma de superar a alguien era
transformándolo en literatura,
traspasarlo al papel, dejarlo ahí y me causó tanta gracia que quise intentarlo
y bueno, aquí estoy… tratando de textualizar todo lo abstracto que hay en mi
mente. Se me ha hecho más sencillo de lo que imaginé años atrás, hace cinco
años a esto no le veía final, ni siquiera esa luz en el túnel que te avisa que
por lo menos en algún momento se va a terminar. Hace cinco años no hubiera sido
capaz de empezar esto porque me hubieran consumido las lágrimas pero hoy lo
escribo con una sonrisa, con alivio, con tranquilidad y esto me hace feliz.
Podría escribir toda mi vida, desde que nací
pero no sé de qué serviría. Hasta los 5 años no recuerdo nada, después de eso
fui feliz en el colegio, tenía amigos y amigas, tenía esos típicos amores
colegiales, era una alumna de buenas notas, nunca tuve una anotación negativa,
hacía todas mis cosas solas y creo que con eso concluye mi vida hasta los trece
años. Trece años tenía cuando me enamoré por primera vez, cuando sentí
mariposas en la guatita, cuando daba el todo por el todo pero en verdad no
recibía nada a cambio. No me daba cuenta, era chica y pensaba que el “amor” era
así. Cuento corto (porque en verdad no quiero profundizar en esto) el tipo éste
me dijo que todo era mentira, que en verdad no me quería y que solo me usó. Y
yo, con las grandes posibilidades de mandar todo a la mierda lo hice, pero
pausadamente, alargando la historia lo que más pudiera, tratando de aplazarla,
intentando correr sabiendo que en cualquier momento me alcanzaría igual, y
sería peor. Empezó ahí entonces, en
Febrero de 2006 mi desorden mental excesivo, a eso le agregaríamos un cambio de
colegio, la escasa comunicación con mis padres, una pizca de eternas noches
llorando y el factor “sensibilidad extrema” dando como resultado una depresión
de la que en ese momento no sabía que sufría.
Cuando empezó
Marzo el mundo se me vino encima, entré en un colegio nuevo, donde todo era
nuevo. Con eso me refiero a salas, profesores, alumnos, baños, sillas, mesas,
etcétera. Todo, todo era nuevo. Mi uniforme también era nuevo, ya no usaría el jumper
con una blusa y corbata abajo, calcetas azules y cualquier chaleco que fuera
oscuro, ahora tenía una falda cuadrillé con una polera gris con el logo del
establecimiento, calcetas grises y zapatos súper lustrados, un sweater y una
colita de caballo. Pensándolo bien era bastante feo, pero era más cómodo y yo…
nunca he elegido la comodidad sobre lo bonito. Punto en contra. Tenía clases
todo el día, de 8 AM a 4 PM y a muchos compañeros a quienes conocer y con
quienes hacer nuevas amistades. Además tenía clases y profesores que pasaban
materia todos los días, ¿qué más perfecto para distraer mi mente todo el día?
Si claro, como si eso fuera tan fácil.
El hecho de
estar con gente nueva solo hacía a mi soledad más grande ya que nadie
entendería si lloraba, o me irían a preguntar si algo me pasaba y si a eso le
sumo el miedo al rechazo que creé por la experiencia anterior recién nombrada
me estaba yendo de a poco y a pasito de caracol a la misma MIERDA. Tenía un
pasaje comprado solo de ida, no podía devolverme, tenía que adaptarme
obligadamente y todo lo que sea obligación no me gusta. Otro punto en contra. Ya
llevo dos.
Pasé así mi
octavo año básico en un vaivén de constantes idas a la psicóloga escolar en
donde hablábamos de todos mis problemas, tratábamos de encontrarles una
solución a mis constantes encerradas en el baño, al porqué de mis notas tan
bajas, porqué cortaba mis brazos, porqué llegue al hospital un par de veces… eso fue una de
las peores cosas que pudieron pasarme ese año, llegar al hospital por mis
fallidos intentos de tratar de sobrevivir. La primera no sé en qué fecha fue
pero la razón si la recuerdo, la recuerdo bien, fueron pastillas. Tomé tantas
que no me podía mantener en pie y fui al colegio, grave error. Creo que no
estuve ni dos horas pedagógicas ahí y me mandaron para la casa, esa fue la peor
parte. Me llevaron a urgencias y nunca se me pasó por la cabeza decir lo que
había hecho, me iban a retar, me iban a castigar y si eso pasaba estaba jodida
hasta las patas. Con la poca fuerza que tenía después de haberme tomado varias
cajas de paracetamol les dije que había amanecido así y ellos dijeron que era
un virus que andaba en el aire. Si claro, a la mierda el virus, yo estaba
intoxicada y lo único que vomitaba era bilis, asquerosa bilis que me dejo el
cuerpo vacío. Estuve todo el día mal y no dije ninguna palabra. La segunda vez
que fui ese año fue en Julio, llegué tarde del colegio, pasé a la casa de mi
abuela, me sentía mal, no quería nada con nadie y me encerré en su baño. Mi
mamá estaba afuera gritando desesperadamente que abriera la puerta, y yo,
atrapada en cuatro paredes no tuve mejor idea que agarrar una Gillette de mi
abuela y cortas mis brazos. Lo hacía desde los 11 años y lograba camuflar cada
herida y ese día era tan fácil como hacerla en el lugar correcto pero fallé al
equivocarme de mano y al no poder controlar la fuerza. Resultado de todo esto,
estaba frente al espejo congelada mirando como en mi brazo derecho había
quedado una marca con poca sangre pero con mucha carne a la vista. De un
momento a otro me di cuenta de que mi mamá se estaba pasando por la ventana y
en un abrir y cerrar de ojos me estaba subiendo al auto para ir a urgencias.
Todo a la mierda, trece puntos en el brazo, cita con otro psicólogo, padres
“desentendidos”, y empezó el control. Cuando pensé que el mundo se había
acabado estaba recién abriendo los ojos para ver la realidad en su gran
esplendor… y no me gustaba.
Mis actos
desesperados por tratar de encajar nuevamente en la sociedad solo me aislaban
de la parte normal de la vida, esa que uno vive a los trece años cuando aún
queda inocencia. A mí me la habían robado, la había perdido y quien sabe,
quizás hasta la regalé sin darme cuenta. Creo que a esa edad hay tantas cosas
entretenidas que hacer, y si no las hay por último no hay que preocuparse de
nada más que estudiar, aún se puede jugar, aún existe la imaginación, pero el
nuevo ambiente y los gustos tan distintos a los que estaba acostumbrada en mí
otro establecimiento me hicieron conocer cosas nuevas. Empecé a fumar
cigarrillos sin siquiera saber botar el humo, a tomar cualquier trago de turno
y llega entonces mi primer carrete. Fue en la “Casona Blanca” donde actualmente
está la SII. Ya tenía 14 años porque fue en Septiembre. Llegué tipo 11 PM y
tenía permiso hasta las 2 AM, hora en que mi mamá iría a buscarme a mí y a mis
amigas. ¿Cómo conseguí permiso? No lo recuerdo, solo sé que fui y tome tanta
cerveza que tuve ahí mi primera sensación de mareo con el alcohol. No eran ni
las doce y ya estaba raja, dando jugo como pendeja que era, encontrando en ese
bebestible una hermosa sanación temporal a todo lo que pasaba. En sí el carrete
no fue gran cosa, o por lo menos en mis recuerdos no tengo vestigios de algo
tan transcendental. Mi mamá llegó a la hora y pasó una de dos: O se dio cuenta
de que estaba ebria y se hizo la loca, o simplemente se pasó para despistada,
para sorda y para tener su olfato fuera del sistema. Era tan obvio e iba casi
muerta en el auto, tan obvio que yo misma me hubiera agarrado y me hubiera
llevado a acostar sin derecho a voz ni voto. Tan obvio que se notaba a grandes
distancias, pero mi mamá no lo vio. Y eso me hizo llorar. Encargo la caña del
día siguiente…
El tiempo pasó,
las cosas con mis papás empeoraban, el colegio iba más o menos bien, el
ambiente era agradable, los carretes no faltaban, los métodos de distracción se
estaban haciendo visibles. De a poco los puntos en contra se aislaban de mi
vida y pensaba por fin en empezar otra vez, pensaba que ya llevaba demasiado
tiempo mal y que ya era tiempo de parar eso. Lo pensé pero cuando traté de
hacerlo se me complicó la vida y volvía otra vez a lo que me hacía sentir mal.
Mi vida se transformó entonces en un círculo vicioso en donde sí o si volvía al
enredo que me colapsaba mentalmente. Podía estar de lo mejor con mis nuevas
amigas y las que había conservado de los años anteriores pero al momento de
sentirme sola lloraba cual magdalena y pasaban por mi cabeza todas esas ideas
macabras que no me costaba nada consumar y que en algún momento hice otra vez. Trataba de seguir mi camino obviando
cualquier cosa que me hiciera mal y tratando de olvidar con lo que tuviera a
mano. Empecé a dejar de lado a mi familia; mi prima, mi abuela, mis tíos, mis
padres… No quería saber nada de ninguno de ellos, me partía el alma que me
vieran en esa posición, que se preocuparan de mí. Sentía tanto dolor de solo
pensar que podían derramar una lágrima en mí por culpa de mi cobardía, de mi
falta de voluntad para estar bien. Me alejé de lo único que era incondicional
en mi vida, escapé de lo más seguro que tenía, y eso estuvo mal.
A fines de ese
año sentía que por lo menos algo había salido bien y ese era el logro de haber
salido de octavo y haber pasado a primero medio. El día de la licenciatura fue
un día triste. Yo veía a mis amigas felices, a sus padres felices, a su gente,
a sus personas felices y yo, yo estaba pálida y con los ojos rojos, fea,
desabrida, inaceptable. ¿Qué había pasado? Hubo una pelea en la casa antes de
partir al colegio al evento. Mis viejos estaban enojadísimos porque no me había
peinado de una forma “adecuada” para tal ceremonia. Mi papá me retó, me regañó
mucho en un día en que no debía hacerlo. Y yo, lloré mucho y golpeé la pared
del baño con mi mano y luego con esa mano me golpeé a mí misma hasta que de mi
nariz vi salir sangre. Lloraba, sangraba, estaba pálida y tenía que limpiarme para
subir al auto e ir a celebrar. Tantas ganas que tenía de ir a pararme a recibir
un cuadro con personas con las que ya ni hablo pero tenía que hacerlo. Con la
mejor cara que pude poner me subí al auto, cogí el maquillaje y trataba de
disimular lo poco agraciada que me veía, viajamos hasta el colegio y como si
nada pasara hice lo que tenía que hacer. No tengo recuerdos en papel ni
digitalizados de este momento por el simple hecho de que me veía horrible. Me
veía tan fea que no fui capaz de sonreír. Todos mis compañeros se llevaban su
foto recién imprimida y por la módica suma de $1000 y yo, caminaba con las
manos vacías. En mi mente maldecía a mis viejos por haberme arruinado ese
pequeño instante de felicidad porque puta que me costaba encontrarlos y ese era
uno importante, me lo había ganado y ellos no eran quién para arruinarlo. Pero
lo hicieron igual así que mi odio por ellos, mi enfurecimiento estaba por las
nubes y en la fiesta de curso que hicimos esa noche tomé hasta que ya no podía
caminar, hasta que me tropezaba y me caía y ahí me quedaba, tomé por rabia,
combine pastillas, fume muchos cigarros y no disfruté. Festejé enojada mi gran
triunfo y no sirvió para nada más que para tener una hermosa caña al otro día,
de esas en las que llegas a emanar el olor a trago y que no te la puedes sacar
de la cabeza más que con una ducha fría. Estaba perdida, mal enfocada,
volviéndome loca y tratando de encontrar cordura entre tanta incoherencia. Seguramente
la iba a encontrar con la mente cerrada que yo misma había creado. Lo que era
normal para mí era extremadamente raro para el resto del mundo. Lo que a mí me
tranquilizaba, a ellos los aterraba. Lo que yo pensaba que estaba bien en
realidad no lo estaba. Tenía un criterio demasiado equivocado de la vida. Tenía
14 años… ¿se supone que debía saberlo? Debían enseñármelo y nadie estaba
cumpliendo ese rol en mi vida. Estaba recorriendo sola un largo camino, iba
dañada, no podía dar el 100%, iba a la deriva, caminaba al borde del abismo a
punto de caer en cualquier momento.